La lontananza del devenir
En los siglos coloniales, la noción de lontananza surgía en la pintura como una perspectiva aérea y expandida: un paisaje dispuesto no como registro fiel de lo real, sino como construcción sentimental e idealizada. Era una herramienta de transmisión, un artificio visual al servicio de la espiritualidad, la identidad nacional y la emoción colectiva.
Hoy, esa idea de lontananza sirve como punto de partida para mirar el presente cultural de México desde una cierta distancia: no para fijarlo, sino para diseccionarlo, abrirlo en múltiples planos y reconocer las capas que lo componen. La lontananza del devenir propone un ejercicio de desplazamiento: observar, desde una perspectiva crítica y poética, el imaginario cultural compartido que se despliega en la producción de artistas que trabajan en México.
En mi mente, este ejercicio se imagina como un jardín frondoso habitado por microsistemas. La naturaleza, en este espacio, es a la vez corriente canalizada de pasiones y fuente inagotable de deseo; un centro brotante que no se limita a embellecer la escena, sino que se convierte en territorio de preguntas. ¿Puede lo orgánico permanecer más allá de su propio ciclo vital? ¿Podemos habitar el tiempo a través de lo que creamos?
Este jardín aparece, además, en diálogo con el espacio que lo alberga: una antigua fábrica textil del siglo XIX, hoy convertida en Hotel Hércules. Entre sus muros se revelan las huellas de un tiempo que avanza y se estanca a la vez: naves industriales, capas de pintura que se cuartean, superficies que se reinventan. Cada grieta es testimonio de la capacidad del espacio de mutar de vocación, de acoger nuevas narrativas. ¿No es esa, acaso, la condición misma de la historia? Un ciclo interminable de destrucción y recomposición, donde lo ya hecho se reconfigura para responder a quienes somos hoy. En este paisaje conviven las huellas del presente y del pasado en una conjunción de tiempos simultáneos.
Entre el follaje de este jardín aparecen también presencias tácitas: sujetos que interrogan la identidad a través de objetos y gestos cotidianos —ropas, fotografías, autorretratos. Cuerpos que se construyen en relación con los otros, que cuestionan sus diferencias y semejanzas, que revelan cómo quienes tocan nuestras vidas nos delimitan y nos transforman. La identidad vista no como dogma, sino como pregunta abierta, alimentada por el paso del tiempo y moldeada por las contingencias de cada época.
En ese sentido, La lontananza del devenir se erige como un panorama cultural: un territorio donde se pueden leer ruinas, vestigios y proyecciones. Una identidad que se construye desde la contemporaneidad pero que inevitablemente mira hacia un futuro incierto, un futuro que nos corresponde imaginar y decidir. ¿Cómo sería ese porvenir si pudiéramos elegirlo?
Regina Alencaster
Curadora